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No hi ha d'haver dogmes, però si existís algun Déu entre els historiadors, aquest és sense dubte el gran Josep Fontana i Lázaro. El present curs es basa en la seva obra ‘El siglo de la revolución’ del qual us faig un extracte publicat en no recordo quin diari espanyol.

El historiador Josep Fontana publica El siglo de la revolución (Ed. Crítica), en el que analiza el periodo que va de 1914 hasta nuestros días. Un siglo de luchas de liberación y de enfrentamientos de clases, marcado por la revolución que se inició en Rusia en 1917. Fontana, que es miembro y colaborador habitual de La Lamentable explica cómo la amenaza de subversión del orden establecido en ese país determinó la evolución política de los demás, empeñados en combatirlo y, sobre todo, en impedir que se extendiera por el mundo. La culminación de esta dinámica se produjo después de la segunda guerra mundial, cuando, tras la derrota del fascismo, se organizó por una parte la guerra fría, mientras, por otra, los avances sociales del estado de bienestar servían como antídoto para evitar la penetración de sus ideas en las sociedades del mundo desarrollado. Fue así como se alcanzó aquella situación excepcional de los años que van de 1945 a 1975, cuando en los países desarrollados se registraron las mayores cotas de igualdad hasta entonces conocidas. A lo largo de los años setenta, sin embargo, al tiempo que se hundía el poder soviético y que el comunismo dejaba de ser una amenaza interna, esa trayectoria cambió para dar paso a la reconquista del poder por las clases dominantes y a una fase de retroceso social que nos ha llevado al triunfo actual de la desigualdad. El siglo no ha sido, pues, un «siglo revolucionario», puesto que las propuestas de 1917 acabaron derrotadas, pero ha sido «el siglo de la revolución», en la medida en que estas propuestas, en su doble papel de esperanzas para unos y de amenazas para otros, han marcado toda su historia.

Por gentileza de la editorial Crítica, reproducimos  el capítulo número 17 de El siglo de la revolución

UNA RECAPITULACIÓN Y UN FINAL ABIERTO


Este recorrido por el siglo de la revolución comenzó en 1914, en el inicio de una guerra que creó en Rusia las condiciones que hicieron posible que en abril de 1917 Lenin plantease en la estación de Finlandia de Petrogrado un programa para conseguir la instauración del socialismo, entendido como la democracia plena que había de surgir de la eliminación del estado y de sus instrumentos de coerción, y del fin de la sociedad de clases, liberando a la humanidad «de la esclavitud asalariada». Lenin era consciente de que, como había señalado Marx en 1875, no se podría implantar el socialismo sin una etapa previa de transición en que la dictadura del proletariado haría posible vencer las resistencias de quienes se opusieran a renunciar a los privilegios que les garantizaba el sistema existente.

Tras la fácil victoria de los bolcheviques en octubre de 1917, Lenin esperaba a comienzos de enero de 1918 que el triunfo de la revolución socialista sería cosa de meses. A desengañarle de estas ilusiones vino una «guerra civil» en que participaron, dando apoyo a los diversos enemigos de la revolución, hasta 13 países extranjeros, y que tuvo un coste final de ocho millones de muertos y de la destrucción total de la economía rusa, lo cual obligaba a aplazar para el futuro la implantación de la nueva sociedad.

El régimen soviético sobrevivió al asalto de la «guerra civil» y sus enemigos exteriores —los países del «capitalismo realmente existente»— decidieron dar prioridad a la lucha contra las influencias que las ideas de la revolución rusa pudieran tener en otros países. Sin abandonar el acoso de la Unión Soviética, el combate se iba a dirigir ahora contra un enemigo invisible y universal que se sospechaba que se escondía no sólo tras cada protesta o cada huelga, sino también tras cada proyecto de reforma progresista. Una huelga de los descargadores de los puertos de la costa norteamericana del Pacífico, por ejemplo, era denunciada por Los Angeles Times como «una revuelta organizada por los comunistas para derribar al gobierno», por lo que no dudaba en pedir que interviniese el ejército. Ejemplos como éste se pueden encontrar en los más diversos momentos y en los más diversos escenarios.

Desde entonces la lucha contra el comunismo se transformó en un combate a escala universal contra enemigos fantasmales. La Segunda república española, por ejemplo, que nacía en 1931, en tiempos en que la inquietud social conducía en toda Europa a dictaduras y giros a la derecha, fue recibida por las grandes potencias con un temor injustificado a que aquel proyecto moderadamente reformista pudiese degenerar en una revolución comunista. El embajador de Estados Unidos en Madrid, por ejemplo, informó a su gobierno el 16 de abril de 1931, a los dos días de proclamada la república: «El pueblo español, con su mentalidad del siglo XVII, cautivado por falsedades comunistoides, ve de súbito una tierra prometida que no existe. Cuando les llegue el desengaño, se girarán ciegamente hacia lo que esté a su alcance, y si la débil contención de este gobierno deja paso, la muy extendida influencia bolchevique puede cautivarlos». El embajador, que, como sus mensajes posteriores revelaban, ignoraba incluso quiénes eran los dirigentes republicanos españoles, inventó por su cuenta una «influencia bolchevique» que no existía más que en sus terrores personales.1

Una vez terminada en Rusia la guerra civil, el estado soviético inició la recuperación de la economía durante la NEP, y vivió una larga lucha entre los que aspiraban a heredar el poder de Lenin, que acabó con el triunfo de Stalin y con el abandono del modelo de poder colegiado, reemplazado por el de un equipo sólidamente reunido en torno al vozhd (el jefe).2 En 1929, una vez firmemente asentado en el poder, Stalin inició su «revolución », que comenzó con un proceso de industrialización forzada a partir de los recursos obtenidos con la colectivización agrícola.3 Entre los móviles fundamentales de esta nueva etapa de la revolución figuraba el de prepararse para hacer frente a un ataque exterior, que se creía inminente, lo que obligó a invertir en armas unos recursos que podían haber servido para mejorar los niveles de vida de los ciudadanos. Pero la peor de las consecuencias de este «gran miedo» fue que acabó degenerando en un pánico obsesivo a las conspiraciones interiores que los dirigentes soviéticos creían que se estaban preparando para colaborar con un ataque exterior destinado a acabar con la «patria del socialismo». Un miedo que fue responsable de las más de setecientas mil ejecuciones que se produjeron en la Unión Soviética de 1936 a 1939. La orden 00447 del NKVD, de 30 de julio de 1937, «sobre la represión de antiguos kulaks, criminales y otros elementos antisoviéticos», afectó sobre todo a ciudadanos ordinarios, campesinos y trabajadores que no estaban implicados en ninguna conspiración y que no representaban amenaza alguna para el estado.4 Aunque los dirigentes soviéticos que sucedieron a Stalin no volvieron a recurrir al terror en esta escala, conservaron hasta el fin una escasa tolerancia de la disidencia. Consiguieron con ello salvar el estado soviético, pero fue a costa de renunciar a avanzar en la construcción de una sociedad socialista. La revolución que había nacido para eliminar la tiranía del estado acabó construyendo un estado opresor, erigido, paradójicamente, para salvar la revolución. Pese a todo, fuera de la Unión Soviética, en el resto del mundo, la ilusión engendrada por el proyecto revolucionario siguió animando durante muchos años las luchas colectivas y obligó a los defensores del orden establecido a buscar nuevas formas de combatirlo.

El miedo a las consecuencias que pudiera tener la difusión de estas ideas no sólo alentó en el «mundo libre» el empleo de la represión, sino que, ante la insuficiencia de ésta, potenció la política del «reformismo del miedo», ideada en la Alemania de fines del siglo xix como un antídoto a la revolución, destinado a consolidar un orden social amenazado por el descontento de los trabajadores.5  Después de 1945, y en pleno combate contra el comunismo, se dio un nuevo impulso en «Occidente» a una política reformista que prometía alcanzar objetivos de mejora social sin recurrir a la violencia revolucionaria. La etapa feliz que significaron las tres décadas que transcurrieron entre 1945 y la crisis de los años setenta, con el despliegue del estado de bienestar, fue el fruto de esta actuación, que difundió la esperanza de que se había iniciado una nueva época de avance continuado de las mejoras sociales, lo que contribuyó por otra parte a la desmovilización del movimiento obrero y favoreció su derrota posterior.

Harold Pinter

El complemento lógico del «reformismo del miedo» fue una campaña sistemática contra el comunismo, que se presentaba como el enfrentamiento del «mundo libre» contra la amenaza comunista. La primera mentira residía en esta definición, puesto que no sólo es que desde el primer momento se contó con gobiernos dictatoriales y hasta con monarquías absolutas para integrar el supuesto «mundo libre», sino que la actuación de Estados Unidos a lo largo de estos años condujo a la destrucción de muchos gobiernos democráticos, con el pretexto de que podían estar contaminados de comunismo. Como dijo Harold Pinter: «Estados Unidos apoyó y en muchos casos engendró cada dictadura militar de derechas que apareció en el mundo después de la Segunda guerra mundial. Me refiero a Indonesia, Grecia, Uruguay, Brasil, Paraguay, Haití, Turquía, Filipinas, Guatemala, El Salvador y, por supuesto Chile … Hubo cientos de miles de muertos en estos países», pero nadie se dio por enterado. Era como si no hubiese ocurrido. Estos crímenes «han sido sistemáticos, constantes, implacables y despiadados, pero son muy pocos los que han hablado de esto». Estados Unidos, concluía Pinter, ha emprendido una campaña por el poder mundial, «enmascarándose como una fuerza para el bien universal».6

Esta campaña tenía una doble vertiente. Por una parte mantenía una ficción, la de la «guerra fría», que se presentaba como la defensa del «mundo libre» contra una agresión de la Unión Soviética, que se suponía que era inevitable. Todo era mentira; lo era, para empezar, que el comunismo soviético fuese un enemigo implacable «embarcado en una monstruosa conspiración para aplastar la libertad en todo el mundo». Los rusos no se propusieron nunca una guerra de conquista mundial, sino que confiaban en que la superioridad del socialismo y las luchas de clases en las sociedades capitalistas les darían el triunfo a largo plazo. Era mentira también que los norteamericanos se preparasen para destruir la Unión Soviética con un ataque preventivo. Aunque los militares norteamericanos prepararon planes para la aniquilación total de la URSS y de todo «el mundo comunista», que implicaban graves riesgos colaterales para el conjunto del planeta, sus dirigentes políticos nunca pensaron en ello. «Lo peor que nos podría ocurrir en una guerra global sería ganarla. ¿Qué haríamos con Rusia, si venciéramos?», se preguntaba Eisenhower. Lo que se pretendía era mantener un clima de amenaza constante para desgastar a los soviéticos y, a la vez, asegurar por el miedo la adhesión de los suyos y la subordinación de sus aliados, convenciéndoles de que necesitaban la protección norteamericana para sobrevivir. La ficción cumplió sus funciones, asumiendo los riesgos de que un incidente imprevisto pudiera desencadenar un conflicto que nadie deseaba, como estuvo a punto de ocurrir en varias ocasiones; pero su falsedad era tan evidente que el propio Ronald Reagan se sorprendió en 1983 de que los rusos no se hubiesen dado cuenta de ello. Al descubrir que temían ser víctimas de un ataque norteamericano por sorpresa escribió en su diario: «Sin ser en modo alguno blandos con ellos, deberíamos decirles que nadie aquí tiene intención de hacer algo semejante. ¿Qué demonios tienen que alguien pudiera desear?».7 La segunda vertiente del proyecto consistía en una campaña global contra el comunismo, cuya intención real no era defender la democracia, sino combatir la difusión de todas las ideas que pudieran oponerse al pleno desarrollo de la «libre empresa» capitalista. La alergia de los gobiernos de Washington a la democracia se puede advertir en el caso de la descolonización. Contradiciendo la retórica antiimperialista que profesaban en público, no sólo no ayudaron a los países que luchaban por su independencia, sino que en muchas ocasiones se opusieron a que la consiguieran, o mediatizaron sus resultados. En octubre de 1958 el secretario de Estado norteamericano, John Foster Dulles, sostenía que el acceso a la independencia debía realizarse con lentitud. Estaba inquieto ante la evolución de los países que accedían a la libertad: «En la actualidad, muchos de los nuevos países independientes que no estaban básicamente preparados para su independencia se han convertido en objetivos del comunismo internacional y eso ha conducido con frecuencia a una dictadura del proletariado».8

Descontando el menosprecio racista que había tras estas actitudes, hay que tener en cuenta también el hecho de que las independencias no parecían ser buenas para el negocio. No fue el temor a que Patrice Lumumba introdujera en el Congo la «dictadura del proletariado», sino los perjuicios que podía causar a los negocios mineros en Katanga, de donde había salido el uranio que sirvió para elaborar la bomba de Hiroshima, lo que llevó a Eisenhower a ordenar su asesinato. Y la colaboración de la CIA en la monstruosa matanza organizada por Suharto en 1965, a la que se atribuyen entre medio millón y tres millones de asesinatos, tenía más que ver con la protección de los intereses de las petroleras norteamericanas que con la democracia, puesto que estaba destinada a instalar en Indonesia una dictadura que duró más de treinta años.

No todo se limitaba, sin embargo, a operaciones puntuales para proteger intereses concretos, sino que el miedo obsesivo al comunismo inspiró una interminable serie de guerras, operaciones encubiertas y actos de terrorismo que Estados Unidos desarrolló en estos años. En su base estaba la creencia de que existía una amplia conspiración universal alimentada y armada por Moscú, y que tras de cada movimiento de reivindicación que apareciera en cualquier lugar del mundo se escondía la larga mano del comunismo soviético. Una creencia que ayuda a entender que todos los que se apartaban de las normas de conducta que defendía el «mundo libre» —vietnamitas, palestinos, nicaragüenses, libios, iraníes…— fuesen identificados como miembros de esta conspiración universal.

De las aberraciones a que podía conducir este miedo obsesivo es una buena muestra la guerra de Vietnam, que fue uno de los mayores y más inútiles crímenes del siglo. Que el conflicto no se emprendió para defender la democracia es evidente, puesto que comenzó cuando Eisenhower rechazó que el futuro de los vietnamitas se decidiese en unas elecciones libres que se realizarían bajo supervisión internacional, porque temía que las pudieran ganar los comunistas de Hô´ Chí Minh. Y lo mismo puede decirse de la intervención de sus sucesores en la presidencia, que prestaron pleno apoyo a gobiernos de dictadura militar en Vietnam del Sur. La escalada de la guerra la justificó Johnson en nombre de la necesidad de combatir el «impulso comunista continuado para conquistar Vietnam y, eventualmente, conquistar y dominar otras naciones libres del SE de Asia». Dejando a un lado que Vietnam del Sur no era «una nación libre», nadie en su sano juicio podía pensar que los campesinos de Vietnam del Norte iban a emprender la conquista del sureste de Asia. El problema, como señaló uno de los testigos más lúcidos del conflicto, John Laurence, que informó sobre la guerra de Vietnam para la cadena CBS de 1965 a 1970, fue que, una vez metidos en la campaña, los dirigentes de Washington no podían abandonarla sino como vencedores: «Hemos estado matando gente durante cinco años sin otra razón que favorecer a un puñado de generales vietnamitas ladrones que se han hecho ricos con nuestro dinero. Eso es todo lo que hemos hecho realmente. ¿La amenaza comunista? ¡Y un cuerno! Todo el sistema está podrido … Nos hemos metido tan a fondo que no podemos salir porque parecería que hemos perdido. Es una locura. No vamos a ganar, eso lo sabe todo el mundo. Pero no vamos a admitirlo y volver a casa. De modo que seguiremos matando a la gente, miles y miles de personas, incluyendo los nuestros. ¿Y por qué? ¡Por orgullo! Por los egos y la vanidad de un puñado de viejos fantasmones de Washington».9 Robert McNamara, uno de los grandes responsables de este crimen, que introdujo la norma de evaluar el curso de la guerra por la cuenta del número de vietnamitas muertos, reconocía en 1995 el error cometido:10 «Lanzamos sobre esa zona minúscula, en un período de cinco años, entre tres y cuatro veces el tonelaje empleado por los aliados en todos los teatros bélicos en la II Guerra Mundial. Fue algo increíble. Matamos … a 3.200.000 vietnamitas, sin contar los soldados de Vietnam del Sur. ¡Dios mío! La mortandad, el tonelaje, fueron disparatados. El problema es que tratábamos de llevar a cabo algo militarmente imposible; tratábamos de doblegar voluntades. No creo que se pueda quebrantar la voluntad bombardeando hasta bordear el genocidio».

Pero ése fue un reconocimiento excepcional, realizado por alguien que no tenía ya responsabilidades de gobierno. Lo que resulta más revelador acerca de la turbia naturaleza de ésta y de la mayoría de las guerras que se justificaron con la necesidad de oponerse al comunismo son los argumentos con que los sucesivos presidentes norteamericanos han tratado de legitimarlas. Como Jimmy Carter, que sostenía que «la destrucción fue mutua», sin tomar en cuenta que fue abrumadoramente desigual, y que no habían de disculparse por haber ido a defender «la libertad de los survietnamitas», o como Reagan, que en 1980 afirmaba que «fue de verdad una noble causa». La manifestación más clara de esta confusión la tenemos en las declaraciones de Barack Obama en el cincuentenario de la guerra, al glorificar a quienes «avanzaron por junglas y arrozales, entre el calor y las lluvias, luchando heroicamente para proteger los ideales que reverenciamos como americanos».11 ¿Qué ideales?

Berta Cáceres

No había conjuras rojas en los países de América Central que fueron devastados, en nombre de la lucha contra el comunismo, por las guerras sucias de la CIA. Lo reconoció una investigación del senado de Estados Unidos de septiembre de 1995, que denunció que los subversivos asesinados «eran organizadores sindicales, activistas de los derechos humanos, periodistas, abogados, estudiantes y profesores. La mayoría de ellos estaban ligados a actividades que serían legales en cualquier democracia». Una guerra sucia que continúa hoy, cuando en Honduras se sigue matando, con la tolerancia y la protección de Estados Unidos, a dirigentes campesinos que defienden la propiedad colectiva de los ríos y los montes, como Berta Cáceres, asesinada el 3 de marzo de 2016, o como José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unificado Campesino del Aguán, asesinado el 18 de octubre del mismo año.

El gran conflicto global que dominó la segunda mitad del siglo xx no fue el enfrentamiento del «mundo libre» contra «el comunismo», como se nos ha contado, sino el de las fuerzas armadas de «la libertad de empresa» contra todo aquello que podía oponerse a sus intereses, disfrazado como una cruzada contra los restos del viejo proyecto socialista soviético, que no era ya capaz de llevar más adelante la trasformación de la sociedad, y aspiraba a poco más que a sobrevivir a las amenazas externas y a mantener el orden social interno con métodos autoritarios. La amenaza no eran la URSS y sus satélites, sino la capacidad que podían conservar las viejas ideas para oponerse a los abusos del capitalismo. Lo había señalado ya en 1920 Karl Kraus, cuando escribió que no le importaba para nada la praxis del comunismo, pero que lo valoraba sobre todo por lo que significaba como herramienta de denuncia y resistencia: «en su condición de amenaza constante sobre las cabezas de los que poseen riquezas; de los que, para preservarlas, envían implacables a los otros a los frentes del hambre y del honor de la patria, mientras pretenden consolarnos diciendo y repitiendo que la riqueza no es lo más importante en esta vida. Que Dios nos conserve para siempre el comunismo, para que esta chusma no se vuelva todavía más desvergonzada … y para que, por lo menos, cuando se vayan a dormir sufran pesadillas».13 Las cosas comenzaron a cambiar a partir de 1968 con el fracaso de la ilusión del comunismo europeo, cuando la negativa de los dirigentes comunistas franceses a apoyar en París la revolución que habían iniciado los estudiantes y, mucho más aún, la incapacidad de los dirigentes de la Unión Soviética y de los países de su área para aceptar el desafío del programa de socialismo con rostro humano que se había planteado en la primavera de Praga, demostraron que su vocación revolucionaria había terminado. Este desarme ideológico, combinado con la decadencia de la Unión Soviética, favorecieron que el miedo a la revolución se fuera desvaneciendo gradualmente, de modo que desde mediados de los años setenta la poderosa minoría del uno por mil de los más ricos pudo dormir tranquila, sin miedo a la revolución, y decidió comenzar la tarea de recuperar todo lo que había cedido, desmontando incluso una parte de las conquistas sociales que el movimiento obrero había logrado en siglo y medio de luchas.

El retroceso comenzó en Estados Unidos en tiempos de Carter, cuando un Congreso con mayoría demócrata rechazó una ley de defensa de los derechos sindicales. Un dirigente obrero fue quien primero advirtió la trascendencia de lo que estaba sucediendo: «Creo que los dirigentes de la comunidad empresarial, con pocas excepciones, han escogido desencadenar una guerra de clases unilateral … contra los trabajadores, los desempleados, los pobres, las minorías, los muy jóvenes y los muy viejos y hasta contra buena parte de la clase media. Los líderes de la industria, el comercio y las finanzas de Estados Unidos han roto y descartado el frágil acuerdo no escrito que estuvo en vigor durante un período pasado de crecimiento y progreso».14

La guerra fría acabó en 1989 con la implosión de los restos del «socialismo realmente existente». El 27 de diciembre de 1991 se arriaba en el Kremlin la bandera de la Unión Soviética y el 28 de enero de 1992 el presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, declaraba en el Congreso: «El comunismo murió este año … El acontecimiento mayor que se ha producido en el mundo en mi vida, en nuestras vidas, es éste: por la gracia de Dios, América ha ganado la guerra fría».15

No era verdad. No era «América», si con este término se pretende designar al pueblo de Estados Unidos, quien había declarado guerras como la de Vietnam, a la que sus dirigentes le llevaron engañado, o como las campañas sucias de América Central. No fue el pueblo norteamericano quien decidió el derrocamiento de Mossaddeq o de Allende, ni quien dio apoyo a las matanzas de Suharto. Muchas de estas victorias del «mundo libre» se alcanzaron a espaldas del público, al que todavía se le ocultan hoy los documentos sobre la participación de su gobierno en hechos como los de Indonesia en 1965 o los de Chile en 1973, al igual que se le siguen ocultando leyes y acuerdos internacionales.16

No era «América» tampoco quien había sacado provecho de esta guerra, sino la «libre empresa», que en los veinticinco años siguientes iba a consolidar su dominio del mundo a costa de los derechos y libertades de todos, incluyendo a los trabajadores norteamericanos, que vieron cómo se reducían sus sueldos en relación con su productividad.17 Las grandes empresas transnacionales, muchas de las cuales son hoy más potentes en términos económicos que la mayoría de los estados,18 se adueñaron de los gobiernos nacionales. Jimmy Carter lo denunciaba en 2015, cuando sostenía que, por la influencia del dinero, Estados Unidos es en la actualidad «una oligarquía, en que una corrupción política ilimitada constituye la esencia del procedimiento para conseguir la nominación o para elegir al presidente».19 Lo mismo vale para la mayoría de las democracias parlamentarias actuales, donde las elecciones están condicionadas por el capital financiero de manera directa, por su influencia sobre los partidos, e indirecta, por el control que ejercen sobre la formación de la opinión pública a través de los medios de comunicación, que o son de su propiedad o dependen de él por sus deudas.20 El grado de control del poder político a que había llegado el conjunto de las grandes empresas quedó en evidencia después de la Gran recesión de 2008, cuando las pérdidas a que se vieron abocadas como consecuencia de los excesos de la especulación las superaron recapitalizándose, tanto en América como en Europa, con dinero público, esto es, con los recursos que debieron haberse destinado ante todo a fines sociales como la sanidad y la educación.21 

Al propio tiempo que se apoderaban de los gobiernos nacionales, los empresarios usaron el desarrollo de la globalización para desnacionalizar sus empresas, con el fin de poner sus ganancias fuera del alcance de las instituciones de sus países, eludiendo la carga de los impuestos, lo que condujo al desmantelamiento del estado de bienestar y favoreció la privatización de los servicios sociales. La lucha por la ampliación del poder de las empresas prosiguió todavía con las campañas para la implantación de una serie de acuerdos transnacionales (como el TPP, el TTIP, TISA o CETA) que, según advierte Joseph Stiglitz, podían poner en manos de los grandes grupos empresariales «las reglas sobre el medio ambiente, la seguridad y la salud».22 

Visto desde la perspectiva actual, cuando van a cumplirse veinticinco años del momento en que George H. W. Bush proclamó la victoria en la gran guerra contra el comunismo, resulta cada vez más evidente que el gran combate del siglo XXI, una vez superada la amenaza comunista, será el que continúe con la tarea de arrebatar a los trabajadores lo que les queda de los derechos ganados en muchos años de luchas sociales y a los campesinos del mundo entero la propiedad de los bienes comunes, y en especial de la tierra y del agua: de un 50 a un 65 % de la tierra productiva del mundo la cultivan en la actualidad pueblos indígenas y comunidades campesinas, pero tan sólo una pequeña parte de ella les es reconocida por los gobiernos como propiedad.23 

El botín obtenido hasta el presente por los vencedores de esta guerra no consiste tan sólo en el conjunto de los bienes con que se han enriquecido, sino en la implantación de unas reglas que aseguran la continuidad de un reparto desigual que aumenta cada año su riqueza y debilita a la vez a quienes pudieran aspirar a disputársela. «La desigualdad de la riqueza ha explotado en Estados Unidos en las últimas cuatro décadas» en beneficio del 0,1 % de los más ricos, señala Gabriel Zucman; algo que no se ve en la actualidad como un problema que haya que remediar, lo que significa que puede seguir creciendo aceleradamente.24 Sin embargo, en este mundo apacible de comienzos del siglo xxi en que el orden establecido parecía haber superado definitivamente las amenazas revolucionarias, apareció un nuevo enemigo: el rechazo por parte de amplios sectores de las capas populares y medias de la hegemonía ejercida por las «élites» a las que los sistemas parlamentarios actuales otorgan la dirección de la política. Un rechazo sin un programa definido, al que se dio el nombre genérico de «populismo», sin que quedase claro el sentido de esta denominación. Ante la ausencia de una izquierda alternativa, esto es, no comprometida con el sistema como la vieja socialdemocracia, iban a ser sobre todo los partidos reaccionarios de extrema derecha los que acogieran esta ira colectiva, con la que simpatizaban, aunque carecieran de respuestas válidas para enfrentarse a las frustraciones que la habían engendrado. Esta evolución, que apareció inicialmente en países de la Europa del este, tomó una nueva dimensión con el brexit y adquirió categoría de problema universal con la elección presidencial norteamericana de 2016, que enfrentaba a dos personajes igualmente despreciables: Hillary Clinton, cuya biografía bastaba para desautorizarla, contra Donald Trump, que no era mejor que su contrincante, pero que acertó a encarnar el rechazo de los trabajadores blancos, víctimas de la desindustrialización y de los bajos salarios, y de una población rural que se sentía «traicionada por todas las élites políticas», y que por eso optó por un hombre que prometía «“limpiar la corrupción” en Washington». Eran, diría Stiglitz, los norteamericanos que sentían que les habían dejado atrás, abandonados. A lo que se sumó el apoyo de un racismo ampliamente extendido en la sociedad norteamericana.25 

El miedo a que la llegada al poder de Trump pusiera en peligro los frágiles mecanismos que mantienen en funcionamiento el sistema explica el apoyo entusiasta que Hillary Clinton recibió de los pilares de la sociedad, que llegaron a convencerse de que tenía asegurada la victoria.

Paul Krugman

El triunfo de Trump en las elecciones del 8 de noviembre de 2016 —un triunfo alcanzado en el colegio electoral, puesto que obtuvo menos votos populares que su contrincante—26 >causó la estupefacción de las élites. Paul Krugman afirmaba que «no comprendía el país en que vivía», y anunciaba un desastre económico: «una recesión global sin un fin a la vista». Una reacción parecida a la del New York Times: «Esta mañana muchos americanos se sienten enfermos. El país que creían conocer no existe. ¿Y ahora qué?».27 

La reacción inmediata de pánico de las bolsas tardó poco, sin embargo, en transformarse en un optimista ascenso de las cotizaciones, al darse cuenta de que las medidas que proponía Trump «podían o no ayudar a la economía en su conjunto, pero mejorarían con toda seguridad los balances de las grandes compañías».28 

¿Qué representa en realidad Trump como alternativa al neoliberalismo de Obama? Su «plan de cien días», expuesto en el «Contrato con el votante americano»,29 no responde a un proyecto coherente, sino que contiene tan sólo medidas aisladas como la expulsión de millones de inmigrantes indocumentados (algo parecido a lo que Obama ha hecho durante su mandato), el rechazo del «Obamacare», el nombramiento de un juez reaccionario para el Tribunal supremo, el abandono del programa de la ONU contra el cambio climático,30 facilidades para la industria del petróleo, etc. A ello se añadían, en sus discursos, unos planteamientos económicos que combinaban los recortes de impuestos con grandes inversiones en infraestructuras.31 Sus ideas sobre política exterior parecen articularse en torno a la oposición conjunta a las alianzas y a la globalización.32 Lo de las alianzas, que expresa su rechazo a seguir manteniendo los altos costes de la OTAN y de las operaciones militares en el exterior, podía crearle un conflicto con los grupos intervencionistas, asociados a los organismos de seguridad (FBI, CIA y NSA) y al Pentágono, que se preparaban para desarrollar una política más agresiva bajo la protección de Hillary Clinton.33 El rechazo de la globalización, acompañado de un proteccionismo arancelario cuyo objetivo declarado es devolver los puestos de trabajo industriales a suelo americano, podría causar graves trastornos en las relaciones económicas internacionales. Aunque el problema económico más grave puede proceder del entusiasmo de los inversores internacionales que, contagiados del optimismo de los norteamericanos y hartos de refugiarse en la compra de deuda soberana, que ofrece unos rendimientos miserables, han descubierto las perspectivas que ofrece la economía en la era Trump y se han lanzado a invertir en títulos de empresas norteamericanas. Lo cual se ha traducido en una depreciación del euro y de otras monedas en relación al dólar que, combinada con unos tipos de interés crecientes, va a dificultar a gobiernos y empresas del resto del mundo el pago de unas deudas contraídas en dólares, lo que anuncia «un torrente de calamidades en los mercados emergentes.34 

Las especulaciones acerca de lo que Trump va a hacer, que oscilaban entre la perplejidad y el pesimismo,35 se basaban en unos planteamientos esquemáticos formulados en la campaña electoral, cuando las expectativas de victoria parecían escasas. Había que esperar a los programas que publicase el gobierno que se instalaría después del 20 de enero de 2017, aunque ofrece pocas dudas que lo que cabe esperar de Trump es una política encaminada a favorecer el predominio de los intereses empresariales, recortando a la vez las obligaciones de los de arriba y los derechos de los de abajo. Esto es: lo mismo de antes, pero en una versión más retrógrada y brutal, que asegurará que el imperio de la desigualdad alcance su apogeo.

Pero el apogeo de la desigualdad significa necesariamente el comienzo del fin del sistema que la ha engendrado: de un capitalismo a la deriva, que amenaza con desmoronarse sin que exista un recambio a la vista para reemplazarlo. Para hacerle frente a escala global no parece haber hoy otra oposición que la de los movimientos de protesta ciudadana y obrera en los países desarrollados, y la resistencia de los campesinos que luchan en las más diversas latitudes por la conservación de sus derechos sobre la tierra y el agua. Muy poco como para que representen una amenaza para el orden establecido.

Eso explica los pronósticos de un futuro inmediato en que, se nos dice, no habrá «un nuevo orden social definido, sino un duradero interregno… un período de entropía social y desorden».36 Quienes miran más allá de este interregno defienden la esperanza en un gran despertar colectivo que pueda cuajar algún día en un «proyecto popular transnacional»37 que vendría a ser el equivalente a la «revolución socialista mundial» que Lenin invocaba en 1917, pero que no estará protagonizado por partidos políticos del viejo estilo, esto, es por élites dirigiendo a las masas, sino por fuerzas surgidas de abajo, de las luchas cotidianas de los hombres y las mujeres. Algo que nos permita mantener la esperanza de que, como dijo Paul Éluard en los versos que he reproducido al comienzo de este libro, los hombres y las mujeres «tienen el poder de ser libres, de superar el destino que se les ha asignado».

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NOTAS

1. Douglas Little, Malevolent neutrality: the United States, Great Britain and the origins of the Spanish civil war, Ithaca, Cornell University Press, 1985. La correspondencia de los embajadores norteamericanos en España con el departamento de Estado está reproducida en Confidential U.S. State Department central files. Spain. Internal affairs, 1930-1939, edición de Michael Davis. Una colección de microfilms de University Publications of America, 1987.

2. Sheila Fitzpatrick, El equipo de Stalin, Barcelona, Crítica, 2016, pp. 3163.

3. Oleg Khlevniuk, Stalin. New biography of a dictator, New Haven, Yale University Press, 2015, pp. 100142; S. Fitzpatrick, El equipo de Stalin, pp. 6590. 4. James Harris, The Great Fear. Stalin’s terror of the 1930s, Oxford, Oxford University Press, 2016, pp. 176180.

5. Pierre Rosanvallon, La sociedad de iguales, Buenos Aires, Manantial, 2012, pp. 213-218.

6. Harold Pinter, «Nobel Lecture: Art, truth & politics», The Nobel Foundation, 2005. Conferencia en la recepción del Premio Nobel de Literatura.

7. Ronald Reagan, The Reagan diaries, Nueva York, Harper Collins, 2007, p. 199 (19 de noviembre de 1983).

8. United States Department of State, Foreign Relations of the United States 1958-1960, África, vol. XIV, «Congo», pp. 251-644, cita de p. 252.

9. John Laurence, The cat from Hué. A Vietnam war story, Nueva York, Public Affairs, 2002, p. 532.

10. Robert S. McNamara, In retrospect. The tragedy and lessons of Viet-nam, Nueva York, Random House, 1995.

11. Barack Obama, «Presidential proclamation. Commemoration of the 50th anniversary of the Vietnam war», The White House, 25 de mayo de 2012.

12. Mark Weisbrot, «Honduran opposition leaders being murdered while US pours in money to repressive government and military», en Common Dreams, 25 de octubre de 2016.

13. Karl Kraus, «Antwort an Rosa Luxemburg von einer Unsentimentalen», en Die Fackel. Glossen, Aufsätze, Vorträge, 1920.

14. Douglas Fraser, «Resignation letter from the Labor-Management Group», 17 de julio de 1978; se puede consultar en la web de «History is a weapon».

15. George H. W. Bush, «Address before a joint sesión of the Congress on the state of the Union» (28 de enero de 1992).

16. Según Ellen Nakashima («Despite Obama’s pledge to make the government more open, a report shows secret laws still abound», en Washington Post, 19 de octubre de 2016), un 42 % de los acuerdos y tratados internacionales de los años 2004 a 2014 no se han dado a conocer al público. 17. David Ruccio, «The great wage slowdown in the USA», en «Realworld Economics Review Blog», 8 de octubre de 2014; David Wessel, «The typical male U.S. worker earned less in 2014 than in 1973», en Brookings, 18 de septiembre de 2015. Según Gary Flomenhoft, desde 1979 la productividad ha aumentado ocho veces más que la paga. 18. Según un estudio de Global Justice Now «entre las cien entidades más ricas del mundo 69 son empresas y sólo 31 naciones»; cada una de las diez mayores empresas —tres de Estados Unidos, tres de China, y una de Holanda, de Alemania, de Japón y de Gran Bretaña— tienen más ingresos que los 180 países más pobres sumados (incluyendo entre éstos Irlanda, Grecia, Israel, Colombia, etc.). 19. Manifestación hecha en la radio, en el «Tom Hartmann Program», que puede verse en The Intercept, Unofficial sources, 31 de julio de 2015. 20. En 2003 Rupert Murdoch, interesado en hacer negocios con el petróleo de Irak, se aseguró de que ninguno de los 175 periódicos que posee, distribuidos por tres continentes, criticase la guerra. Telefoneó además a su amigo Tony Blair para pedirle que acelerase la invasión (Andrew Sayer, Why we can’t afford the rich, Bristol, Policy Pres, 2016, p. 365).

21. Mike Lofgren, The Deep State, Nueva York, Viking, 2016, pp. 2-3, 134-137, etc.

22. Joseph Stiglitz, «Rewriting the rules of the American economy», entrevista con Amy Goodman en Democracy Now, 27 de octubre de 2015. Stiglitz publicó posteriormente un libro colectivo con este mismo título.

23. Peter Velt y Helen Ding, «Protecting indigenous land rights makes good economic sense», en World Resources Institute, 7 de octubre de 2016; «El impacto de la acción de las transnacionales para el campesinado», en Vía Campesina, 26 de octubre de 2016; Leonida Odongo, «Food crisis: Weaving a web of people’s resistance to corporate capture of agriculture», en Pambazuka News, 10 de noviembre de 2016.

24. Gabriel Zucman, «Wealth inequality», en Pathways, edición especial 2016, «State of the Union. The poverty and inequality report», pp. 3944.

25. Jonathan Martin et al., «Voters express disgust over U.S. politics in New Times/CBS poll», en New York Times, 3 de noviembre de 2016; John Pilger, «The secrets of the US election: Julian Assange talks to John Pilger», en Couterpunch, 4 de noviembre de 2016; Markus F. Robinson, en una carta publicada por Common Dreams el 10 de noviembre de 2016; Joseph Stiglitz, «What America’s economy needs from Trump», en Project Syndicate, 13 de noviembre de 2016. Sobre el papel del racismo, Nicole Hannah, «The end of the postracial myth», en New York Times Magazine, 15 de noviembre de 2016.

26. 62,39 millones de votos populares para Clinton contra 61,23 millones para Trump, según el Cook Political Record de 13 de noviembre de 2016.

27. Paul Krugman, «The economic fallout» y «Our unknowm country», en «What we’re seeing on election day», en New York Times, 8 de noviembre de 2016; «Opinion», New York Times, 9 de noviembre de 2016.

28. Neill Irwin, «What the markets are really telling us about a Trump presidency», en New York Times, 12 de noviembre de 2016.

29. «Donald Trump’s contract with the American voter», octubre de 2016. Véase el comentario de Deirdre Fulton, «Here it comes: Trump’s 100-day plan to ‘Make America great’», en Common Dreams, 9 de noviembre de 2016.

30. Lo cual provocó el pánico de los reunidos en Marrakech para poner en marcha el acuerdo sobre el cambio climático de París 2015 (John Scales Avery, «Trump threatens the world with climate disaster», en Inter Press Service, 10 de noviembre de 2016; Tony Ryan y Duncan Cameron, «‘Shocking and scary’: How Trump’s victory was received at the UN climate talks in Marrakech», en The Conversaton, 10 de noviembre de 2016).

31. Las infraestructuras se construirían con capital privado, contando en buena medida con los peajes para compensar la inversión. Los detalles del plan pueden verse en Wilbur Ross y Peter Navarro, «Trump versus Clinton on infrastructure », documento publicado el 27 de octubre de 2016.

32. El 9 de noviembre el equipo de expertos internacionales de Brookings mostraba sus preocupaciones, y su desconcierto, en «Experts weigh in: What this election means por U.S. foreign policy and next steps».

33. Si bien esto parece contradecirse con su propuesta de romper el acuerdo nuclear con Irán (Ariane Tabatabai, «Trump said he’d tear up the Iran nuclear deal. Now what?», en Bulletin of the Atomic Scientists, 10 de noviembre de 2016).

34. Landon, Thomas jr., «Investors make bullish bet on Trump, and an era of tax cuts and spending», en New York Times, 21 de noviembre de 2016.

35. Como en las previsiones de The Economist («The Trump era», 12 de noviembre) o en el análisis a fondo de los miembros de Project Syndicate en «What will Trump do?», 13 de noviembre. Darrell M. West exploraba en «Four scenarios for a Trump presidency» (Brookings, 14 de noviembre) la posibilidad de que resultase ser un «republicano tradicional», un «peligroso populista», un «presidente fallido» o un «dirigente autoritario».

36. Wolfgang Streeck, How will captalism end. Essays on a failing system, Londres, Verso, 2016.

37. William I. Robinson, Global capitalism and the crisis of humanity, Nueva York, Cambridge University Press, 2014, pp. 237-238.

 

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EL AUTOR

Josep Fontana Lázaro (1931) ha enseñado Historia contemporánea e Historia económica en las universidades de Barcelona, Valencia, Autónoma de Barcelona y Pompeu Fabra, de la que es catedrático emérito. Entre sus libros destacan La quiebra de la monarquía absoluta 1814-1920 (1971 y 2000), La historia después del fin de la historia (1992), Europa ante el espejo (1994 y 2000), Introducción al estudio de la historia (1999) y De en medio del tiempo (2006), todos ellos publicados por Crítica Sus últimas obras son Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 (2011) y El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI (2013).

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